A los 103 años fallecio a finales del pasado año una de las mujeres contemporáneas más sobresalientes:
Rita Levi-Montalcini, premio Nobel de Medicina, neurocientífica, que ha
residido muchos años en Estados Unidos, donde realizó buena parte de su
labor investigadora.
Nacida en Turín, en 1909, su hermana gemela, Paola,
falleció en el año 2000. Era 1936 cuando se graduó en Medicina y
Cirugía, especializándose después en Neurología.
Deja una obra
científica extraordinaria, pero es más importante todavía lo que su vida
representa como ejemplo, como persona comprometida, valiente y serena,
actuando a favor siempre de la equidad de género, de la igual dignidad
de todos los seres humanos. Dio a sus memorias el título de
Elogio de la
imperfección. En ellas analiza las razones que le llevaron a adoptar
decisiones que, a la luz del tiempo transcurrido, juzga serenamente. La
consciencia de la imperfección es un acicate para mejorar, para
superarse.
De origen judío sefardita, siempre fue “libre y
responsable”, como define la Unesco a las personas educadas, y actuó en
virtud de sus propias decisiones. Su vida en Italia tuvo que soportar
las amenazas y envites del fascio. En 1943 vivió clandestinamente en
Florencia, regresando a Turín en 1945, al término de la guerra.
Dos
años más tarde inició su gran carrera científica en Misuri, en la
Universidad Washington de Saint Louis, con el bioquímico profesor Viktor
Hamburguer, trabajando con el tejido nervioso del embrión de pollo. En
1959 fue nombrada profesora titular de dicha universidad, permaneciendo
en EE UU hasta 1969. Durante esos años, su investigación neurológica se
realizó en colaboración con el profesor Stanley Cohen, con quien
compartió el premio Nobel por el descubrimiento del factor de
crecimiento neuronal en 1986.
Rita, que conocía el cerebro mejor
que nadie, repetía que no quería seguir viviendo cuando el suyo dejara
de funcionarle eficientemente. Contribuyó de forma decisiva a esclarecer
cómo crecen y se renuevan las neuronas. En 1979 tuve el honor de
presidir el jurado que le concedió —casi con los mismos votos que los
que obtuvo Jean Dausset, quien sería también premio Nobel de Medicina
poco después (1980)— el Premio Internacional de Medicina Saint Vincent.
En
1994 creó una fundación que ha presidido hasta su muerte, dedicada a
prestar ayuda para la educación, a todos los niveles, de mujeres
jóvenes, especialmente en África. Se inspiró, como tan bien describe en
su libro Las pioneras, en “las mujeres que cambiaron la sociedad y la
ciencia a través de la historia”. Sus únicos méritos, decía, han sido la
“perseverancia y el optimismo”. Nunca se jubiló. “El cuerpo se arruga”,
comentaba, “pero no el cerebro”. Y la inacción, el desencanto, la
desmotivación, “arrugan” el cerebro.
En 1993 apareció su libro
Tu futuro dirigido a los jóvenes.
Lo dedicó a sus hermanas Nina y Paola “en recuerdo del porvenir que
habíamos previsto y soñado juntas en nuestra lejana juventud”. Nadie
posee la piedra filosofal, escribe, pero sí la experiencia que
proporciona la facultad creadora que distingue a todo ser humano. Los
principios éticos deben dirigir el comportamiento. “Espero poder ayudar a
los adolescentes para que sean capaces de hacer frente a estas etapas
tan decisivas y delicadas de su camino, cuando se preparan para una
confrontación directa con la vida”.
El mundo debe inventarse es
el título de uno de los capítulos de este libro. Hoy los jóvenes ya
tienen acceso al conocimiento de lo que sucede en el mundo en tiempo
real. Al adquirir esta visión global nos damos cuenta de lo que debe
cambiarse y lo que debe conservarse. En el capítulo
Cara a cara contigo mismo,
Rita anima a plantearse las preguntas esenciales, a no seguir el
precioso verso de José Bergamín, que me gusta repetir: "...me encuentro
huyendo de mí cuando conmigo me encuentro". Las aportaciones científicas
de Rita Levi-Montalcini han sido fundamentales para el mejor
conocimiento de la fisiopatología del cerebro. Pero sus aportaciones
humanas son igualmente relevantes. Se ha hecho invisible, pero no se ha
ausentado. Su estela seguirá iluminando los caminos del mañana.
Autor: Federico Mayor Zaragoza (Profesor de Bioquímica en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa)
Muestro a continuación la interesante entrevista que concedió al diario EL País el 19 de abril de 2009, tres días antes de cumplir 100 años.
"Cuando ya no pueda pensar, quiero que me ayuden a morir con dignidad"
El 22 de abril cumple 100 años Rita Levi-Montalcini. La científica
italiana, premio Nobel de Medicina, soltera y feminista perpetua -"yo
soy mi propio marido", dijo siempre- y senadora vitalicia produce
todavía más fascinación cuando se la conoce de cerca. Apenas oye y ve
con dificultad, pero no para: investiga, da conferencias, ayuda a los
menos favorecidos, y conversa y recuerda con lucidez asombrosa.
Sobrada de carácter, deja ver su coquetería en las preciosas joyas
que luce, un brazalete que hizo ella misma para su gemela Paola, el
anillo de pedida de su madre, un espléndido broche también diseñado por
ella. Desde sus ojos verdes vivísimos, Levi-Montalcini escruta a un
reducido grupo de periodistas en la sede de su fundación romana, donde
cada tarde impulsa programas de educación para las mujeres africanas.
"Decidí no casarme cuando era adolescente. Nunca habría obedecido a un hombre, como mi madre a mi padre"
Por las mañanas visita el European Brain Research Institute, el
instituto que creó en Roma, y supervisa los experimentos de "un grupo de
estupendas científicas jóvenes, todas mujeres", que siguen aprendiendo
cosas sobre la molécula proteica llamada Factor de Crecimiento Nervioso
(NGF), que ella descubrió en 1951 y que juega un papel esencial en la
multiplicación de las células, y sobre el cerebro, su gran especialidad.
"Son todas féminas, sí, y eso demuestra que el talento no tiene sexo.
Mujeres y hombres tenemos idéntica capacidad mental", dice.
Con ella está, desde hace 40 años, su mano derecha, Giuseppina Tripodi, con quien acaba de publicar un libro de memorias,
La clepsidra de una vida,
síntesis de su apasionante historia: su nacimiento en Turín dentro de
una familia de origen sefardí, la decisión precoz de estudiar y no
casarse para no repetir el modelo de su madre, sometida al "dominio
victoriano" del padre; el fascismo y las leyes raciales de Mussolini que
le obligaron a huir a Bélgica y a dejar la universidad; sus años de
trabajo como zoóloga en Misuri (Estados Unidos), el premio en Estocolmo
-"ese asunto que me hizo feliz pero famosa"-, sus lecturas y sus amigos
(Kafka, Calvino, el íntimo Primo Levi), hasta llegar al presente.
Sigue viviendo a fondo, come una sola vez al día y duerme tres horas.
Su actitud científica y vital sigue siendo de izquierdas. Pura cuestión
de raciocinio, explica, porque la culpa de las grandes desdichas de la
humanidad la tiene el hemisferio derecho del cerebro. "Es la parte
instintiva, la que sirvió para hacer bajar al
australopithecus
del árbol y salvarle la vida. La tenemos poco desarrollada y es la zona a
la que apelan los dictadores para que las masas les sigan. Todas las
tragedias se apoyan siempre en ese hemisferio que desconfía del
diferente".
Laica y rigurosa, apoya sin rodeos el testamento biológico y la
eutanasia. Y no teme a la muerte. "Es lo natural, llegará un día pero no
matará lo que hice. Sólo acabará con mi cuerpo". Para su centenario, la
profesora no quiere regalos, fiestas ni honores. Ese día dará una
conferencia sobre el cerebro.
Pregunta. ¿Cómo es la vida a los cien años?
Respuesta. Estupenda. Sólo oigo con audífono y veo
poco, pero el cerebro sigue funcionando. Mejor que nunca. Acumulas
experiencias y aprendes a descartar lo que no sirve.
P. ¿Se arrepiente de no haber tenido hijos?
R. No. Era adolescente cuando decidí que nunca me casaría. Nunca habría obedecido a un hombre como mi madre obedecía a mi padre.
P. ¿Recuerda el momento en que decidió estudiar? ¿Qué dijo su padre?
R. Era el periodo victoriano. Mi padre era una
persona de gran valor intelectual y moral, pero un victoriano. Desde
niña estaba contra eso, porque veía a mi padre dominar todo, y decidí
que no quería estar en un segundo plano como mi madre, a la que adoraba.
Ella no mandaba. Dije a mi padre que no quería ser ni madre ni esposa,
que quería ser científica y dedicarme a los otros, utilizar las
poquísimas capacidades que tenía para ayudar a los que necesitaban. Que
quería ser médica y ayudar a los que sufrían. Él me dijo: "No lo apruebo
pero no puedo impedírtelo".
P. ¿Qué momentos de su vida han sido más emocionantes?
R. El descubrimiento que hice, que hoy es más
importante que entonces. Cuando cada experimento confirmaba mi
hipótesis, que iba completamente contra los dogmas de ese tiempo, viví
momentos emocionantes. Quizás el más emocionante. Por el resto, el
reconocimiento de Estocolmo me dio mucho placer, claro, pero fue menos
emocionante.
P. Su tesis demostró que, de los dos hemisferios del cerebro, uno está menos desarrollado que el otro.
R. Sí, el cerebro límbico, el hemisferio derecho, no
ha tenido un desarrollo somático ni funcional. Y, desgraciadamente,
todavía hoy predomina sobre el otro. Todo lo que pasa en las grandes
tragedias se debe al hecho de que este cerebro arcaico domina al de la
verdadera razón. Por eso debemos estar alerta. Hoy puede ser el fin de
la humanidad. En todas las grandes tragedias se camufla la inteligencia y
el razonamiento con ese instinto de bajo nivel. Los regímenes
totalitarios de Mussolini, Hitler y Stalin convencieron a las
poblaciones con ese raciocinio, que es puro instinto y surge en el
origen de la vida de los vertebrados, pero que no tiene que ver con el
razonamiento. El peligro es que aquello que salvó al
australopithecus cuando bajó del árbol siga predominando.
P. En cien años usted ha conocido esos totalitarismos. ¿Cómo se puede evitar que vuelvan?
R. Hay que comenzar en la infancia, con la
educación. El comportamiento humano no es genético sino epigenético, el
niño de dos o tres años asume el ambiente en el que vive, y también el
odio por el diferente y todas esas cosas atroces que han pasado y que
pasan todavía.
P. ¿Qué aprendió de sus padres? ¿Qué valores le transmitieron?
R. Lo más importante era comportarse de una manera
razonable, saber lo que vale de verdad. Tener un comportamiento riguroso
y bueno, pero sin la idea del premio o el castigo. No existía la idea
del cielo y el infierno. Éramos religiosos, pero la actitud ante la vida
no tenía que ver con la religión. Existía el sentido del deber, pero
sin compensación
post mortem. Debíamos comportarnos bien, eso
era una obligación. Entonces no se hablaba de genética, pero era ese
espíritu. Sin premio ni miedo.
P. Su origen es sefardí. ¿Hablaban español en casa?
R. No, nunca tuvimos mucha relación con esa lengua.
Sabíamos que veníamos de la parte sefardí y no de la askenazi, pero no
se hablaba de ello, no nos importaba mucho ser de una u otra. Spinoza me
hacía feliz, era un gran referente cultural, y todo lo que sabíamos
procedía de los grandes pensadores hebreos, pero no había un sentido de
orgullo, de ser mejores, nunca pensamos así.
P. ¿Basta un siglo para comprender a Italia?
R. Es un país maravilloso, por el clima, por la
historia del Renacimiento, y por sus enormes contribuciones, su historia
formidable de capacidad y descubrimientos. Me sentí siempre judía e
italiana, las dos cosas al 100%. No veía dificultad en eso.
P. ¿Cómo ve a Italia hoy?
R. Tiene un fortísimo capital humano, capacidad
innovadora y de convivencia, orgullo del pasado, y no se siente
demasiado afectada por las cosas negativas, como la mafia. Siempre sentí
que era un país del que era una suerte formar parte y haber nacido. Ser
italianos era parte de nosotros, nadie nos preguntaba si éramos
italianos o no. También era una suerte ser judía. No conocí la Biblia,
no tuve una educación religiosa, y me reflejaba en el capital artístico y
moral italiano y judío. No pertenecí a una pequeña minoría perseguida,
sabía que eso ocurría, pero no me sentía parte de ello. Desde niña me
sentía igual que los demás. Cuando me preguntaban "¿cuál es tu
religión?", contestaba: "Yo, librepensadora", y nadie sabía qué era eso.
Y tu padre qué es: ingeniero.
P. ¿Cómo vivió el fascismo?
R. No siento rencor personal. Sin las leyes
raciales, que determinaron que los judíos éramos una raza inferior, no
hubiera tenido que recluirme en mi habitación para trabajar, en Turín y
luego en Asti. Pero nunca me sentí inferior.
P. ¿Así que no sintió miedo?
R. Miedo, no; desprecio y odio sí, netamente por
Mussolini. A mi profesor Giuseppe Levi lo seguí paso a paso y era feliz
por lo que él valientemente osaba hacer y decir. Nunca sentí la
persecución porque mis compañeros de universidad católicos me
consideraban igual. Y no tuve sensación de peligro. Cuando empezaron las
persecuciones, eran tan inmundas las cosas que se decían que no me daba
por aludida. Estaba ya licenciada en 1936, había estudiado con Renato
Dulbecco, católico, y Salvatore Luria, judío, y no tenía sensación de
ser distinta.
P. ¿Cree que hay peligro de que vuelva el fascismo?
R. Sí, en los momentos críticos prevalece más la
componente instintiva del cerebro, que se camufla de raciocinio y anima a
los jóvenes a razonar como si fueran parte de una raza superior.
P. ¿Ha seguido la polémica sobre el Papa, los preservativos y el sida?
R. No comparto lo que ha dicho.
P. ¿Y qué piensa del poder que tiene la Iglesia? ¿Es demasiado?
R. Sí. Fui la primera mujer admitida en la Academia
Pontificia y tuve una buena relación con Pablo VI y con Wojtyla, también
con Ratzinger, aunque menos profunda que con Pablo VI, al que estimaba
mucho. No la tuve en cambio con aquel considerado el Papa Bueno,
Roncalli (Juan XXIII), que para mí no era bueno, porque era muy amigo de
Mussolini y cuando comenzaron las leyes antifascistas dijo que había
hecho un gran bien a Italia.
P. ¿Ha cambiado mucho su pensamiento a lo largo de la vida?
R. Poco, poco. Siempre pensé que la mujer estaba
destruida porque el hombre imponía su poder por la fuerza física y no
por la mental. Y con la fuerza física puedes ser maletero, pero no un
genio. Lo pienso todavía.
P. ¿Le importó alguna vez la gloria?
R. Para mí, la medicina era la forma de ayudar a los
que no tenían la suerte de vivir en una familia de alto nivel cultural
como la mía. Esa línea recta no ha cambiado. La actividad científica y
la social son la misma cosa. La ayuda a las mujeres africanas y la
medicina son lo mismo.
P. ¿El cerebro sigue siendo un misterio?
R. No. Ahora es mucho menos misterioso. El
desarrollo de la ciencia es formidable, sabemos cómo funciona desde el
lado científico y tecnológico. Su estudio ya no es un privilegio de los
expertos en anatomía, fisiología o comportamiento. Los anatomistas no
han hecho gran cosa, quitando algunos. Ahora ya no hay barreras.
Físicos, matemáticos, informáticos, bioquímicos y biomoleculares, todos
aportan cosas nuevas. Y eso abre posibilidades a nuevos descubrimientos
cada día. Yo misma, a los 100 años, sigo haciendo descubrimientos que
creo importantes sobre el funcionamiento del factor que descubrí hace
más de 50 años.
P. ¿Hará fiesta de cumpleaños?
R. No, me gustaría ser olvidada, ésa es mi
esperanza. No hay culpa ni mérito en cumplir 100 años. Puedo decir que
la vista y el oído han caído, pero el cerebro no. Tengo una capacidad
mental quizá superior a la de los 20 años. No ha decaído la capacidad de
pensar ni de vivir...
P. Díganos el secreto.
R. La única forma es seguir pensando, desinteresarse
de uno mismo y ser indiferente a la muerte, porque la muerte no nos
golpea a nosotros sino a nuestro cuerpo, y los mensajes que uno deja
persisten. Cuando muera, solo morirá mi pequeñísimo cuerpo.
P. ¿Está preparada?
R. No hace falta. Morir es lógico.
P. ¿Cuánto desearía vivir?
R. El tiempo que funcione el cerebro. Cuando por
factores químicos pierda la capacidad de pensar, dejaré dicho en mi
testamento biológico que quiero ser ayudada a dejar mi vida con
dignidad. Puede pasar mañana o pasado mañana. Eso no es importante. Lo
importante es vivir con serenidad, y pensar siempre con el hemisferio
izquierdo, no con el derecho. Porque ése lleva a la Shoah, a la tragedia
y a la miseria. Y puede suponer la extinción de la especie humana.