El pasado 13 de abril, mi madre con 93 años vividos, falleció en su casa, afortunadamente sin más soporte que las manos entrelazadas de dos de mis hermanas. Hasta hoy no he sido capaz de enfrentarme a escribir una nueva entrada en este blog pues sabía que en ella debería hablar de su ausencia. Hoy, por fin, me encuentro con fuerzas suficientes para intentar dejar aquí, palabras que expresen el gran dolor de mi corazón aunque mi cerebro me dice constantemente que es mejor que ya se haya ido pues su futuro no podía traerla ya más que sufrimiento y pura supervivencia. Pero es tan grande el hueco que me ha dejado que creo que tengo la obligación de dejar por escrito lo qué de bueno me proporcionó su enfermedad.
El fatal diagnostico llegó años después de qué, con 68 años, el deterioro progresivo de su memoria, le llevara al neurólogo a considerar que no había consistencia en las pruebas aplicadas que pudiese determinar con claridad si se trataba de un cuadro de seudodemencia depresiva o de un debut de demencia de inicio depresivo. Cinco años más tarde, fue diagnosticada de Demencia tipo Alzheimer y controlada periódicamente en el servicio de Neurología del hospital público Miguel Servet de Zaragoza.
Con la enfermedad, mi madre fue convirtiéndose en un ser humano con el que ya no podía compartir mi propia vida; cada vez más alejada de mis propias vivencias, de mis hijos, mi marido, mis anhelos, mis preocupaciones y mis alegrías.
Mentí, como nunca, cada vez que me hacía participe de sus angustias ante la desaparición de sus recuerdos. No te preocupes, mamá -le decía -, a mi también me pasa y eso le tranquilizaba al momento.
Y poco a poco deje de discutir con ella, de mostrar mi opinión contraria, dejó de ser mi madre protectora e incondicional- incluso en medio de nuestras discrepancias- para ser solo alguien a quien cuidar, acompañar, escuchar, acariciar, besar y abrazar pero que siempre, hasta los últimos días, supo secar mis lágrimas con su sonrisa.
Intenté desde el principio escribir sobre su propio olvido, desde el vacío que deja el alzhéimer, sobre la incapacidad de comunicación que genera, no supe y me sentí impotente sabiendo que mis palabras nunca estarían a la altura de su sufrimiento.
Finalmente opté por hacer una tesis doctoral estudiando el papel y la responsabilidad que los medios de comunicación tienen sobre la imagen que sobre esta enfermedad se proyecta a la sociedad. Tuve muchas dudas; hubo momentos de gran incertidumbre, llegué a pensar si no estaba utilizando el alzhéimer de mi madre para un posible reconocimiento académico que de otra forma quizá no hubiese obtenido jamás, pero superé todos los miedos; me convencí de que mi madre me habría entendido y animado y finalmente hice el esfuerzo con la convicción absoluta de que ella se sentiría feliz de tener una doctora en la familia aunque no fuese en Medicina.
Gracias a su enfermedad, gracias a mi madre en definitiva, pude aprender muchísimo del funcionamiento del cerebro, de las emociones y los sentimientos. En definitiva, de la condición humana. Me convertí en una experta, al menos en cuanto a las necesidades del enfermo, al cuidado que necesita, lo que supone la salvaguarda de su dignidad y de sus derechos, leí todo cuanto se escribía sobre el alzhéimer, entrevisté a neurólogos, psiquiatras, psicólogos, geriatrías, científicos que trabajan en las diversas líneas de investigación para encontrar respuestas a la incertidumbre del alzhéimer, pero de los que más aprendí fue de los propios enfermos y de sus cuidadores, de la visita a centros de día donde se intenta mantener las habilidades que les hagan sentirse parte del mundo en el que viven y menos dependientes de los demás. Comprendí que podía y debía ser memoria recuperada de quien será siempre parte de la mía.
Por fortuna, el carácter tranquilo de mi madre apenas se vio afectado, los primeros años fueron quizá los más duros. Mi padre, al igual que muchas otras personas que pasan por lo mismo, nunca aceptó su enfermedad y hasta su muerte en el 2000 seguía pensando que el deterioro de mi madre era debido a su falta de atención e interés por las actividades cotidianas.
Siempre, y en eso mi familia ha sido una privilegiada, mi madre tuvo a su lado personas que la cuidaron con cariño y todas sus hijas nos turnamos para poder todavía disfrutar de su ternura y su alegría. El deterioro fue lento e inexorable. Hubo días cargados de poesía, incluso de comicidad: un día, al principio, mirando al cielo, me dijo, señalando la blancura de las nubes: tráeme una taza caliente de esas. Y otro día, mientras yo estaba en el baño y ella me seguía como un verdadero perro faldero buscando amparo, yo un poco harta de su persecución y de mi perdida de intimidad, le dije: anda mamá, ve llamando al ascensor, ella pareció obedecerme y se fue hacia la puerta de la calle pero a medio camino se me acerco y me dijo: ¿Y qué le digo?.
Una de las últimas veces que fue al cine, vimos una de Ricardo Darin, creo que era Kamtchatka; en una escena todos los personajes rezaban el padrenuestro, mi madre se quiso sumar al coro y de pie recitó la oración que yo ya había olvidado; un poco abochornada intenté explicarles a los espectadores de la fila de atrás la razón de su desubicación, supongo que unos la entendieron y otros no, pero todavía recuerdo emocionada que al salir un hombre se me acercó y me dijo: no dejes de quererla.
Durante años disfrutó del mar de sus veranos y en un viaje al Pirineo Aragonés, mirando las montañas todavía con nieve me aseguro que nunca había visto nada tan hermoso, quizá esto sea una de las pocas cosas buenas del alzhéimer, que cada mirada es nueva...
Le gustaba mucho cantar y lo hizo muchas veces junto a mi marido; mis hijos se avergonzaban un poco si lo hacían en un espacio público pero yo me sentía orgullosa de su talento y sobre todo de su alegría, aunque envidiaba un poco su desinhibición y sobre todo, su maravillosa voz.
Siguió leyendo el periódico hasta no hace mucho, aunque su enfermedad le impedía saber la trascendencia de las noticias, jugué con ella a las cartas aunque a ninguna de las dos nos gustaba hacerlo, conocí museos que posiblemente no hubiese visitado si no hubiese sido por su enfermedad, la acompañé a misa a pesar de mi agnosticismo, disfrute de La Rosaleda de Madrid a su lado, procuré utilizar las palabras exactas que ella quería pronunciar y no podía y por ello nunca en mi vida me sentí más útil y más querida. En los últimos años ya apenas nos conocía, nos llamaba a mis hermanas y a mí, mamá y la última palabra coherente que le escuche es ¡ven!, pero su sonrisa y sus abrazos son ahora mi mejor recuerdo.
La grite más de una vez, harta de sus continuas preguntas que mis respuestas no lograban satisfacer. Ella siempre me perdonó. Muchas veces pensé que su vida ya no era vida pero ahora que se ha ido soy consciente de lo que llenaba la mía hasta el último de sus días.
Y siento que todo esto que ahora escribo puede dar una idea de que el alzhéimer no es tan malo, al menos para los que intentamos comprenderlo y aceptarlo a pesar de lo injusto que es siempre para el que lo padece.
La inmensa mayoría de los seres humanos que han pisado este planeta están muertos y al reunirnos con ellos no hacemos más que incorporarnos a la situación definitiva de la humanidad y mientras llega ese instante de reencuentro no queda más que vivir con el ejemplo de quien nos hizo creer que eramos mejores de lo que sabemos que somos; mi madre fue capaz de hacérmelo saber, incluso en medio del temor y el desasosiego.